Calentador, capuchino y matemáticas
Nunca me han gustado las matemáticas, nunca. Creo, en realidad, que jamás me he tomado el tiempo necesario para entenderlas y poder quererlas. Sin embargo, hoy conocí su importancia.
Me desperté a las seis con quince escuchando a mi mamá
gritar "el agua está fría, el calentador se apagó". Pude omitir el
baño, pero me fue imposible, trabajo en un lugar tan caliente que a veces es
imposible no sudar. Encender el calentador era la única opción. Salí al patio y un vientecillo me congeló la cara enseguida,
llevaba conmigo cerillos y unas hojas de periódico, mis armas para la guerra.
Uno, dos, tres, cinco, nueve, once, quince… quince intentos y no podía
encenderlo. Veinte, veintitrés, veintisiete y veintinueve… Solo veintinueve
intentos fueron necesarios para poder tomar un baño caliente. Estoy seguro de
que fueron veintinueve pues recogí los cerillos y me tomé el tiempo de
contarlos uno a uno.
Más tarde, a media mañana, una compañera
comentó que haría una rápida visita al OXXO, "¿quieres algo?",
preguntó. Le pedí un capuchino de vainilla, de esos que cuestan entre veinte y
veinticinco pesos, saqué de mi cartera un billete de cincuenta. Cuando el
esperado capuchino al fin estaba en mis manos no estaba tan caliente como yo lo
esperaba. Me levanté y fui a la cafetería. Quince segundos y no calentó lo
suficiente, otros diez y la temperatura no era la que yo esperaba. "Un
minuto", pensé. Y marqué con mis dedos: uno, cero, cero. Mientras se
calentaba empecé a buscar en los cajones unas galletas olvidadas por mí días
atrás, de pronto empecé a percibir un olor muy fuerte, demasiado, era un olor a
vainilla. De inmediato puse mis ojos en el microondas y pude ver mi capuchino
derramado. Abrí la puertecilla y el líquido empezó a chorrear. Se calentó tanto
que hirvió. Comencé a limpiar con un trapo húmedo y a secar con papel canela.
Al final, un agradable olor a vainilla inundaba la pequeña cafetería.
El resto del día transcurrió
con normalidad. Copias, archivos, llamadas y algunas charlas con mi compañero
de oficina. Salí a la hora regular, seis con quince. Esperé el autobús unos
ocho minutos y a medio camino un vendedor subió. Ofrecía un paquete para niños
que contenía muchas calcomanías, un libro para pintar, y una hoja con el
abecedario y las tablas de multiplicar, todo eso por la módica cantidad de diez
pesos. ¿Una hoja con el abecedario y las tablas de multiplicar? Yo nunca
hubiera aceptado ese regalo cuando niño. El vendedor pasó por un lado mío y
observé las tablas de multiplicar y descubrí algo maravilloso. Cuando
multiplicas uno por uno el resultado es uno. Pero si multiplicas uno por dos,
obtienes dos. Después multiplicas uno por tres y obtienes un tres. Y si
multiplicas ese uno por mil, obtienes mil. Y entonces descubrí que todo en la
vida se trata de matemáticas.
Si hubiera multiplicado el intento de encender el calentador por uno,
hubiera obtenido solo eso, un intento. Sin darme cuenta, multipliqué ese
intento por veintinueve y el calentador encendió. Aunque multiplicar tanto no
siempre es bueno, metí el capuchino un tiempo total de ochenta y cinco
segundos, es decir, multipliqué los primeros quince segundos por 5.6 y entonces
el capuchino valió madre.
Viéndolo bien, el capuchino y el calentador pueden parecer cosas
insignificantes, pero si se aplica a cosas grandes de la vida, la regla es
igual. Es decir, los resultados que se obtienen a lo largo de nuestros días son
resultado de una multiplicación. Por ejemplo, si multiplico mi jornada laboral
por 1.5 obtendré más dinero, y si multiplico el tiempo con mi familia por 0.5
el resultado será menos tiempo con ellos.
El secreto radica en saber calcular bien, ni de menos ni de más. ¡Bah! ¿Y
cómo saber si estamos calculando bien? Quizá mañana me encuentre a un vendedor
de libros de cálculo integral y diferencial y logre yo entender un poco más.
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