Invitaciones
Cuando somos pequeños nos gusta recibir invitaciones. Invitaciones que dan paso a reuniones con pequeños amigos y compañeros en el parque, en la escuela, en fiestas dentro de los patios de las casas, días de campo, paseos en bicicleta y un sinfín de cosas agradables y divertidas.
Conforme vamos creciendo, las
invitaciones continúan, las fiestas siguen, pero vamos agregando a nuestras
agendas citas con el médico, reuniones de trabajo, invitaciones del Servicio de
Administración Tributaria (SAT) para pagar los impuestos, y añadimos un largo
etcétera.
Llega entonces cierta edad en
la que algunas invitaciones se empiezan a hacer más frecuentes y son las
relacionadas con la muerte: los funerales.
Pueden ser de gente cercana o
gente lejana a nosotros. Y como sucede ante cualquier invitación, cada uno de
nosotros responde de distinta manera. En ocasiones tenemos la total disposición
para asistir e incluso apoyar, mientras que en otras decidimos ponernos un
pretexto a nosotros mismos por la incomodidad que podría resultar en caso de
atenderla.
Una vez tomada la decisión,
apartamos la fecha (suele ser muy breve la espera), elegimos la ropa que
llevaremos puesta, algunas veces llamamos a quien podría ser nuestro
acompañante y, llegado el día, atendemos la invitación.
Las causas resultan múltiples,
pueden ser naturales, otras se producen después de una larga enfermedad, están
aquellas que se consideran accidentes (ya sea en la calle, en el trabajo o en
el mismo hogar). Existen otras más sorpresivas y dramáticas como las que
resultan de asesinatos, negligencias médicas o por culpa de un virus agresivo.
A simple vista todo puede lucir
muy parecido, es decir, no hay funerales muy distintos entre sí, pero cuando
ponemos atención caemos en la cuenta de la complejidad que guardan estos
rituales. Lo podemos notar porque nuestra mente empieza a volar a otros
terrenos, algunos conocidos y otros no tanto, los cuales pueden resultar muy
profundos si ninguna interrupción se presenta.
No existe un orden en el que
las preguntas vayan apareciendo en nuestra mente. Simplemente se van presentado
a través de imágenes, en ocasiones discretas, como nuestra mano sosteniendo un
bolígrafo y escribiendo sobre alguna hoja de papel. Otras veces son llamativas,
como esos letreros de luces rojas que iluminan las calles del centro de la
ciudad.
¿Y si se muere mi mamá? ¿O si
me muero yo? ¿Quién va a cuidar a mi abuela? ¿Van a tener que pagar ellos las
tarjetas? ¿Y si los que me deben no me pagan? ¿Cómo me voy a morir? ¿Vendrá
mucha gente al funeral? ¡No! ¿Cómo voy a dejar de existir? ¿Qué se sentirá? ¿Qué
pasará después? ¿Renacemos en otro cuerpo? ¿Qué hay mas allá? ¿Será mejor todo?
¿Me iré al cielo o al infierno? ¿O simplemente todo se acaba?
De pronto, ahondamos en las
formas… ¿Cuándo llegará mi momento? ¿Cómo? ¿Voy a morir a los 100 años, en mi
cama, después de haber regado las plantas de mi jardín? ¿Me resbalaré al salir
de la regadera? ¿Seré parte de una estadística de accidentes automovilísticos?
¿Se presentará una enfermedad que mi cuerpo no podrá resistir? ¿Me van a matar?
¿Y si no encuentran mi cuerpo?
Cuando llegue el momento… ¿Tendré
miedo o simplemente no me daré cuenta? O si se muere mi familia. ¿Algún día
dejaré de sentir dolor? ¿Será acaso que mi padre, desde las estrellas, me
cuidará? ¿Me observará?
Preguntas vienen, preguntas
van… luego, nuestro lado estoico sale a flote y nos invita a mantenernos
serenos ante la situación. A pensar en la muerte como lo único seguro, que la
muerte es parte de la vida, que en algún momento debemos llegar a esa parte del
proceso. Que, aunque la familia se irá yendo y aunque los extrañemos, debemos
continuar.
La realidad es que nadie de
nosotros sabe cómo llegará al fin de sus días o la manera en que tendrá que
decir adiós a sus seres más cercanos. A
la par, existe otra verdad y es que «no sabemos lo fuerte que somos hasta que
ser fuertes es nuestra única opción».
Saber que, al igual que yo,
mucha gente se hace las mismas preguntas me reconforta y me hace confirmar,
como alguna vez me lo dijo una mujer a quien admiro profundamente: que esas
preguntas son como la vida misma en la que el chiste no es el fin, sino el
proceso.
Así que cada vez que tengas la
oportunidad de atender una de estas invitaciones (siempre y cuando no seas el
anfitrión) permítete hacerte estas preguntas, siéntete cómoda e incómodo al
mismo tiempo y respóndete primero con un «sí» seguido de un «pero» para finalizar
con «no lo sé» y dejemos que la vida (o la muerte) nos sorprenda.
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