Si no sabes, no hables
Hay un pasaje muy lindo en la obra «Hace falta un muchacho» de Arturo Cuyás Armengol donde explica lo siguiente:
«Óirás a muchos jóvenes imberbes en cafés o casinos hablar con presunta suficiencia de los más embrollados asuntos y problemas políticos, militares, sociales, científicos y religiosos que han hecho devanarse los sesos a hombres sabios para hallarles la solución y, no obstante, esos polluelos implumes, apenas salidos del cascarón, los resuelven en un dos por tres con un desparpajo que asombra. No son ésos a quien debes escuchar, pues poco aprenderás de ellos, fuera de comprender el ridículo en que se pone el muchacho y aun más el hombre que habla de lo que no entiende».
Hoy, tantos años después de la publicación de ese libro (en 1913) el suceso se da con demasiada frecuencia no solo en cafés sino en las redes sociales que tanto tiempo nuestro consumen y que tan importantes se han vuelto en nuestra vida diaria.
Existen (o existimos) personas que sin pensarlo muy bien, tomamos el teclado para expresar cientos de ideas y opiniones basadas en… basadas en casi nada.
Y digo casi nada debido a que en los últimos años nos hemos vuelto expertos en diversos y complejos temas como desarrollo económico, salud pública, desarrollo social, ingeniería civil, impartición de justicia, derechos humanos, entre otros.
La situación que en lo personal me preocupa no es que la gente se exprese, en realidad, que estemos en espacios donde podamos libremente expresarnos nos muestra que, quizá, vamos por buen camino. La preocupación surge por las fuentes que alimentan esas ideas y opiniones, y peor aún, por la notable ausencia de información verificada que pronunciamos, escribimos y compartimos sin cuestionar ni analizar.
Según el Módulo sobre Lectura (MOLEC), un levantamiento de datos elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), de la población que declaró leer libros, el promedio de lectura de este tipo de material fue de 3.4 ejemplares por año… un número pequeño en comparación con el número de temas de los cuales nos atrevemos a hablar y opinar.
Otro punto importante a evaluar es la calidad de la información que recibimos y qué tanto ahondamos en la investigación de cada situación.
No me digas que no te ha pasado que llega alguien muy emocionado a decirte: «Mataron a uno en el Centro». A lo que respondes con preguntas sobre cómo, cuándo, en qué calle, etc. Y al escuchar la respuesta te das cuenta que la persona solo leyó el encabezado de la noticia.
Cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad como personas y ciudadanos. Cada uno de nosotros influye en alguien, aunque sea solo una persona, de quienes se encuentran a nuestro alrededor.
Esas personas en las que influimos están al pendiente de lo que decimos, de lo que opinamos y muy probablemente se apropien de muchas de las palabras que salen por nuestra boca. Es aquí donde debe entrar la razón. Debemos ser conscientes que para opinar hay que investigar, preguntar, escuchar y observar.
Existirán ocasiones en que la desesperación invada nuestro cuerpo por querer hablar sobre algo pero tenemos la capacidad de detenernos y pensar en aquello que origina dicho comentario para dejar en claro que conocemos el tema o, en su defecto, que nuestra opinión puede no ser muy objetiva. Siendo claros es posible comunicarnos.
Y por último, si en algún momento alguien nos pregunta algo sobre un tema social, económico, cultural o político del cual no conocemos mucho, no tiene nada de malo responder «No sé, pero lo investigo y platicamos».
Ya si de plano estás vagando por Facebook, observando a todos subirse al tren del último suceso de relevancia, la recomendación es que si no sabes, no hables.
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