El juego del calamar y lo culeros que podemos llegar a ser


Historias como la que se presentan en el éxito más reciente de Netflix son de las que me gusta ver en cine y televisión. Esas donde un grupo de personas se enfrentan en diferentes pruebas y retos para alcanzar un objetivo y cuya lógica dicta que la ganadora o el ganador será quien tenga más fuerza o inteligencia (según el tipo de pruebas). 

Sin embargo, conforme se desarrolla el juego nos damos cuenta de que la habilidad física o intelectual de los sujetos pronto deja de ser el factor determinante y la “estrategia” se empieza a desarrollar a través de un juego de emociones, la formación de equipos y alianzas. Así se nos va presentando la eliminación de participantes que podrían representar un peligro para los menos habilidosos a fin de asegurar lugares en la final o quedarse con una parte de la recompensa. 

Series, películas y programas de telerrealidad me resultan muy entretenidos en pantalla pero muy tristes en la vida real. Sobre todo porque la competencia despiadada hace que emanen de nosotros una serie de actitudes y comportamientos hostiles que muchas veces dañan y lastiman. 

Esto me hizo recordar una clase de tercer semestre de la carrera universitaria. La dinámica era muy sencilla: cierto número de equipos se dedicaría a exponer diversos temas, cada equipo inicialmente contaba con 10 puntos (calificación máxima) mismos que disminuían cuando se respondía incorrectamente alguna pregunta realizada por los compañeros de clase. Así mismo, la compañera o compañero que hacía la pregunta, en caso de que le respondieran erróneamente se hacía acreedor a un punto que se sumaba a su calificación al final del periodo.

Y así comenzó la preparación de cada uno de los equipos que iban a exponer y la extrema e intensa investigación de aquellos que, en su objetivo de obtener una mejor calificación, se dedicaban no a estudiar sino a detectar conceptos difíciles de entender, explicar, sintetizar y memorizar a fin de robarle un punto al compañero de enfrente. 

En cada una de las clases pude ver a personas con libro en mano preguntando el significado de palabras elevadas, preguntas que no representaban dudas auténticas sino enunciados elaborados con la intención de hacer caer al otro, el nerviosismo de quien respondía y un pizarrón blanco que se iba llenado con números en color rojo que indicaban los puntos que se restarían a la calificación del equipo. 

Fue en ese momento de mi vida donde me di cuenta que todos los seres humanos somos capaces de afectar al otro con tal de alcanzar un objetivo. Y aunque, afortunadamente esa clase no representaba la muerte para nadie si pudo representar una llamada de atención de un padre de familia, la pérdida de un apoyo económico para el pago de los estudios o simplemente la incomodidad del momento de no ser capaz de responder una pregunta que ni la misma persona que la formulaba tenía un entendimiento claro de ella. 

Creo que el equipo del cual formaba parte logró una calificación de -5 en la exposición y mi calificación final fue de un 6. Nada para sentirme orgulloso pero fue lindo no jugar el juego y permanecer como espectador ante la masacre que durante cada clase se vivía. 

Por eso me gusta ver esas historias en la pantalla, porque antes de dormirte sabes que no empujaste al otro para salvarte a ti pero también es cierto que la vida es muy larga y nos esperan aún muchas cosas por vivir. Uno no sabe si en algún momento estaremos en la situación de quitarle el agua a los demás para echarla en nuestro molino… o puede que lo estemos haciendo ya sin darnos cuenta. 

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