Una chispa que iluminó la oscuridad


Desde niña esperé que algo emocionante sucediera en mi vida. Tenía apenas siete años cuando soñaba que un barco de piratas provenientes de alguna lejana isla me tomara a la fuerza para llevarme a vivir sus aventuras.  

Cuando cumplí dieciséis esperaba horas sentada frente a mi ventana, imaginando que aquel príncipe, alto, con barba espesa y  de cuerpo robusto, llegara a mi, y con el permiso de nadie, me arrebatara de aquella vida aburrida, de aquellos días grises que viví en mi juventud y me haría conocer el amor. 

¡Días grises! Mi vida en sí ha sido un día gris, sin embargo, recuerdo que alguna vez hubo un destello de luz que vino y desapareció por un momento toda aquella oscuridad.

A mis treinta y siete años, los días en mi casa eran iguales, de seis a siete, antes de anochecer, contemplaba la calle a través de la ventana, tomaba un té de hierbas con miel, me gustaba ese olor, me hacía sentir viva, me hacía recordar que tenía la capacidad de respirar. 

Ver la taza vacía me recordaba que el día estaba por terminar, tomaba un baño de agua bien caliente, ponía en orden mi cama, que por cierto era muy grande para mí, me recostaba y después de los rezos trataba de dormir, me abrazaba a mí misma, pero el vacío aún se sentía, la cama seguía siendo muy grande, muy fría, muy mala conmigo.

Los días de agosto eran hermosos, el cielo no era azul, era gris, parecía un dibujo a lápiz, y era mucho mejor cuando la lluvia caía, a veces de manera suave, otras de manera estrepitosa, veía mi cara reflejada en el cristal de la ventana y, a decir verdad, siempre fui bonita, pero los días lluviosos me hacían sentir que lo era mas. 

Hubo un día en especial, fue cuando inició todo. Era día de agosto, un día gris, pintado a mano, quizás por Dios, quizás por mí, no lo sé. Mi reflejo en la misma ventana, el aroma del té de hierbas y miel inundaba la pequeña cocina de mi casa. 

Después de muchos días, me puse atención a mi misma y comencé a verme, tenía el cabello rizado, muy esponjado, de color rojizo, teñido por supuesto, nunca me gustó ese negro tan cenizo. Mis labios gruesos, mi nariz ancha, mis ojos pequeños, hundidos y profundos, me provocaban melancolía, nunca había visto unos ojos así, tan solitarios, tan sin vida. 

Sin pensarlo, de pronto, en mis ojos vi otros, y vi otro cabello, otra nariz y otros labios que no eran los míos, otras manos y otro cuello. Pertenecían a alguien más. Pertenecían a un hombre que miraba fijamente con mucha atención hacia mi ventana, de pie, en la acera, con la lluvia cayendo sobre él. Dirigí la mirada hacia mi taza, estaba vacía, regresé la mirada hacia la ventana, él ya no estaba, el día había terminado.

Un día más, lluvia igual, té con miel. Yo, solitaria, entre las seis y siete, frente a la ventana, la lluvia no cesaba, y él, de nuevo frente a mi. Esa vez, lo pude admirar bien. No era como el príncipe que venía por mí cuando era adolescente. Era muy delgado, alto y largo,  con los ojos saltones y su nariz, su nariz de perico, con manos huesudas y espalda curveada. Lo miré fijamente, con atención, cruzamos miradas por mas de diez segundos. Él me sonrió, observé mi taza de té, no estaba vacía. Regresé la mirada hacia aquel hombre, seguía ahí, me saludó haciendo un movimiento suave con la palma de su mano. El momento que el día anterior había sido instantáneo, se había prolongado por al menos unos segundos más. Sujeté fuerte la taza y bebí el resto de la infusión de hierbas, tomé un baño y la cama grande, fría y solitaria me recibió como tantas veces lo hizo antes.

Hubo lluvia un tercer día, estar sentada frente a la ventana me emocionaba un poco más esa vez, las gotas de lluvia que caían aquel día eran suaves, pequeñas, al estar cerca de la ventana podía escucharlas caer y verlas chocar contra el pavimento. Tenía la taza en las manos, mi mirada sobre la acera mojada, vi que alguien caminaba de manera lenta y suave, era él, una vez más mirándome, volteé mis ojos hacia la taza, me di cuenta de que estaba llena, el día no había terminado, regresé mi mirada hacia la ventana, él venía acercándose y se dirigió a mi puerta, llamó tres veces con ligeros golpes.

Mis nervios se sintieron como nunca antes, ¿abrir o no abrir? Lo hice, nuestras miradas se cruzaron.

— Hola— me dijo con voz tímida — Soy Hugo.

— Inés —apenas pude abrir los labios para responder a su saludo.

Y fue en el momento justo que terminé de pronunciar mi nombre cuando sus labios rozaron con los míos. Me abrazó tan fuerte, como nunca nadie lo había hecho. Como si conociera a la perfección aquel lugar, me llevó a la cama que apenas el día anterior estaba fría y vacía. Hoy estaba ocupada por dos cuerpos, dos almas que se movían como en una danza, en la que cada movimiento, cada ruido representaba algo. Al ritmo en que se deshacía de mi ropa, los latidos de mi corazón se aceleraban como se aceleró la lluvia que ese día era suave, la llovizna se había convertido en una tormenta y yo lo sabía porque escuchaba las gotas caer y chocar contra el suelo.  

Llegó el fin, lo que nunca había experimentado durante mis días grises. Entre sábanas, mi cabeza reposaba en su pecho, podía sentir su respiración y al mismo tiempo sentía sus huesos, era flaco, no era como un príncipe, pero en ese momento era mío. Su cabello, sus manos largas y su nariz de perico estaban en mi casa, en mi cama. Sin darme cuenta, quedé profundamente dormida y desperté hasta el día siguiente. La cama estaba vacía, como siempre lo había estado, pero no me sentía triste ni melancólica, al contrario, me sentía diferente a los otros días. Incluso el día era distinto, por la ventana entraban rayos de sol, las nubes se habían ido, escuchaba a las aves cantar, tuve un día como no los conocía, mi rostro dejó salir una sonrisa que se mantuvo hasta la hora del té. 

Eran las seis cuando preparé esas ricas hierbas con miel de abeja, me senté frente a la ventana, veía la luz radiante del sol, vi árboles más verdes y un cielo azul. Pasaron horas y él no regreso, eran las once de la noche cuando me fui a recostar, me recibió la fría cama. Aquel hombre de mirada profunda, de cabello negro y ojos marrones se había ido junto con la lluvia y las nubes. ¿Cuándo regresaría? Nunca.

Hoy, postrada en esta cama, que debo decir es mucho mas pequeña, menos fría y menos mala, a mis setenta y tres años, ya no espero que suceda algo emocionante, ya no lo espero porque ya sucedió, fueron tres días que cambiaron todo.

Son las seis con cincuenta, acabo de terminar mi taza de té con miel, veo la taza y está vacía, este día gris, esta vida mía, ha terminado. Voy a cerrar los ojos para siempre. 

¿Sucedió algo emocionante? Si ¿Conocí el amor? Si ¿Qué fue el amor en mi vida? Bueno, el amor fue una chispa que iluminó este largo día gris.  ¿Y que sentí cuando conocí el amor? ¿Cómo lo puedo describir? Esas cosas son únicas, cosas que me llevaré a la tumba, son en realidad, secretos que nunca se van a revelar. 


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